Nadie, pero de verdad lo decimos, nadie. Con la camiseta rodeando nuestro cuello y atravezando nuestro corazón, merecía más este Copa Mundial que la selección argentina de fútbol.
Nadie, pero de verdad lo decimos, nadie. Con la camiseta rodeando nuestro cuello y atravezando nuestro corazón, merecía más este Copa Mundial que la selección argentina de fútbol.
Nadie. Porqué nadie la merecia tanto, tras haber "encontrado agua en el desierto", cuando aquel primer golpe nos hizo dudar, pero nunca dejar de creer. Elejimos siempre creer. Y esas fieras vestidas de 45 millones de argentinos entendieron el mensaje. Había que traerla al país. A esa belleza de estatua vestida de pelota con manos alzándola, tenía que atravezar 10 mil kiómetros y caer en este "culo del mundo" que hoy es el corazón del poderoso señor fútbol.
Y estos nuevos héroes, con su sangre alimentada por las venas de aquellos otros campeones que siguen siéndolo y amamos, se hicieron cargo. Sacaron el pecho, levantaron la pera y miraron de frente, diciendo: aquí estamos, no nos vamos a correr. Y fueron confirmando con el paso a paso que estaban vivos, más que nunca y sólo como este grupo sabía. Se apoyaron en los sueños del más grande jugador de todos los tiempos, del tipo que nos devolvió la ganas de ver fútbol, sentirnos fútbol y creer en D10S.
Y allá fueron "a por ello", como tantas otras en el Culé lo sintió este mocosito que fue descubriendo suelo español con un talento incomparable y fue siempre por ello. Lionel Messi reconquistó España y tras ello, fue por atravezar el desierto y llegar al tierra prometida.
Nunca se olvidó de donde germinó y a pesar de caerse y levantarse tantas veces, siempre se infló de orgullo con la blanquiceleste y beso su camiseta, levantando las manos y mirando el cielo de celeste y blanco.
Él era el adalid de esta nueva esperanza, y en Qatar se prometió sin promesas huecas cumplir con lo que se había ganado y entregado en la vida.
Y entonces vinieron más rivales, para hacernos olvidar del trago amargo con el que nos recibía la lejana ciudad de oro y barro, y como siempre; decidió hacerse cargo y uno a uno fue volteándo muñecos, que cayeron azotados a sus pies. Y el país lloraba ante cada paso que él daba, en compañía de sus amigos que juegan a la pelota como en el campito o en la calle del barrio. De esos "gomias" de fierro, que nunca lo dejaron a pata y fueron sus escuderos, lanzadores, defendiendo al sumo prometido.
Ni la Francia poderosa de reyes y tesoros pudo imponerse a los sedientos de libertad, alimentados por millones de esperanzados y protegidos nada menos que por Diego, el señor de los cielos. Que desde allá, iluminó tanto camino.
Y lo que se merecía no solo porqué sí, se ganó desde el trabajo. Y allí, otro tipo que se mofó de las burlas y le hizo deditos al destino apareció, también de nombre Lionel - que casualidad tan hermosa - y adornó al 10. Lionel Scaloni le devolvió a la selección el prestigio de ser lo que Menotti y Bilardo - sin grietas - formaron con su sabiduria. Nunca le amainó al yugo tampoco este Lionel y se puso el overol escondiéndose de las luces y mirando detrás, a los que él señaló para que llevaran el estandarte adelante.
Todo fue perfecto, como la gente en cada ciudad del país, más esos 40 o 50 mil que aterrizaron sobre las arenas asiáticas y jamás dejaron de alentar, de sufrir, de reirse, de lagrimear. Nada podía salir mal, la merecíamos más que nadie y por todos. Por eso nos debiámos estas lágrimas en la tierra prometida. La de él, la de todos, las tuyas, las de ellos.
Gracias muchachos por haber ganador la tercera, por habernos hecho ilusionar, por ser campeones mundial. Gracias por los abrazos de los viejos con los jovenes, de los pibes con las pibas, de los que se quieren y no tanto, de los que se dian y no tanto. Por los besos a la vieja, a tu hijo, a tu mascota. Gracias por estas lágrimas, nunca lo vamos a olvidar.