Hace unos días, en una visita al correo, me crucé con un grupo de niños y niñas de jardín. La seño se detuvo frente a un viejo buzón y les explicó que “antes” las personas dejaban allí cartas escritas a mano, y esperaban varios días para recibir una respuesta. Uno de los chicos, confundido, preguntó: “¿Y por qué no le mandaban un WhatsApp?”
¿Cómo hacerles entender (que es muy distinto a explicar) que estas herramientas tan cotidianas no existían? ¿Y cómo que el mundo era tan distinto hace tan solo tres o cinco años? Ni hablar de veinte o cincuenta.
Cómo habitar un mundo sin Inteligencia Artificial ni tecnologías
Hace apenas unos meses no hablábamos tanto de los riesgos de salud mental vinculados con el mal uso de la inteligencia artificial, ni desconfiábamos de la veracidad de cada video que veíamos en redes sociales. Al principio, cada salto tecnológico parece solo un truco de magia (a veces innecesario). Sin darnos cuenta, se vuelve parte del tejido invisible de la vida cotidiana. Y de a poco, nos olvidamos cómo era habitar un mundo sin esas herramientas.
Eso está empezando a pasar con la IA. Lo bueno es que, tras la adopción masiva del 2025, ya no estamos en una fase de puro escepticismo u optimismo, sino en una etapa de evaluación crítica.
La escena del correo genera ternura. Pero cuando los niños crecen, la ternura se transforma en juicio.
“¿Cuántos adolescentes pueden llegar hoy sin GPS?”
“¿Cuántos leen un libro entero sin ChatGPT?”
“¿Cuántos sabrían la marcha de San Lorenzo?”
Entre adultos y educadores, las respuestas se repiten: la tecnología los distrae, los limita, los vuelve dependientes. No hace falta ir muy lejos: a comienzos del año debatíamos si prohibir los celulares en las escuelas.
Con esto, no quiero decir que sea exagerada la preocupación adulta por el tiempo frente a las pantallas o el uso de la IA. No se trata de ignorar los riesgos ni de minimizar los desafíos que trae la IA para las nuevas generaciones. Lo que sí debemos reconsiderar es cómo estamos abordando esta problemática.
Cómo pararnos frente a las nuevas tecnologías
Partamos de que esta reacción no es nueva. Cada generación tuvo su “villano tecnológico”: la radio, que supuestamente distraía del estudio; la televisión, que “atrofiaba la imaginación”; los videojuegos, que “aislaban a los jóvenes”; y ahora la inteligencia artificial, que “les quita el esfuerzo”.
Cuando aparece algo nuevo, solemos mirar con sospecha lo que no entendemos (recordemos a los ludistas que destruían máquinas, a las viejas campañas contra el uso de calculadoras o las opiniones mayoritarias sobre la IA hace un poco más de doce meses). Luego, estas tecnologías se incorporan a la vida hasta no recordar cómo era la vida sin ellas.
En momentos donde se anuncian los primeros signos de introspección en la IA, pensemos: si alguien hoy nos pidiera dividir 33 por 13.7 de memoria, ¿lo haríamos? Probablemente no. Pero tampoco encenderíamos el horno frotando dos ramitas.
Los adultos contamos con la ventaja de conocer otros modos de hacer las cosas, pero también la resistencia a lo nuevo, a lo que nos quita de ese lugar de comodidad. Pero está claro que las fórmulas del pasado ya no alcanzan, estamos frente a una era y una tecnología distinta. La prohibición es una respuesta rápida, impactante, pero poco útil. Calma el miedo, no lo resuelve.
La voz de los jóvenes para entender las nuevas tecnologías
Y en esto, por supuesto que los datos también hablan: según GoStudent, uno de cada tres estudiantes reconoce haber usado IA para hacer trampas académicas; el 67% afirma que la IA los ayudó a mejorar sus notas, y el 72% la usa especialmente antes de los exámenes. Más allá de los números, lo importante no es si usan o no IA, sino qué están aprendiendo cuando la usan. Y con eso no me refiero a contenidos.
Necesitamos, más que nunca, sentarnos a tener esta conversación en la misma mesa. Escucharnos sin subestimar, compartir lo que nos preocupa, lo que sabemos, lo que no entendemos, lo que pensamos. No podemos excluir las voces de nuestros jóvenes y adolescentes en esta temática. Entendernos no es cuestión de edad, sino de escucha.
Para eso, me gustaría proponer siete recordatorios (que fui escribiendo con el tiempo) y considero importante no perder de vista:
Cada época educa distinto. No hay una sola manera correcta y aunque defendamos un modo, cada modelo refleja su tiempo y las necesidades de la época.
Todos tenemos prejuicios. Cuando hablamos o pensamos sobre otras generaciones, lo hacemos desde nuestra propia mirada. No hay discursos neutros.
El cambio es continuo. No existen cortes exactos entre una generación y otra. Nos construimos y reconstruimos juntos. Las costumbres se mezclan, y eso está bien.
El mercado también educa. Las etiquetas “millennial” o “centennial” son mucho más estrategias de marketing, que descriptores de realidad. En épocas de hiperpersonalización, está claro que no respondemos a estereotipos.
La escuela deja huella. Este lugar, como muy pocos, es el gran espacio donde se cruzan las generaciones y dialogan las generaciones. Tiene un lugar de privilegio y es donde aprendemos a convivir en sociedad.
Hay desigualdades entre edades. A veces miramos a la niñez o la vejez desde una falsa superioridad adulta. Está claro quiénes toman las decisiones y escriben los libros. Reconocerlo ya es un avance.
Escucharnos cambia todo. No se trata de “dar voz”, sino de reconocer que todas las voces ya existen y merecen ser oídas.
Todo este trabajo me llevó a investigar varios procesos históricos de prohibiciones a menores, con cada uno de sus argumentos a favor y en contra. Creo que un error constante es, no tanto la resolución, sino cómo llegamos a ella.
Educar en tiempos de IA no se trata de apagar pantallas, sino de encender conversaciones. Probablemente, el simple acto de prohibir, nos permita muy poco. Es tiempo de aprender a construir distinto. A escribirnos otra vez, aunque sea con nuevos alfabetos. Porque, al final, lo importante no es el medio, sino que el valor de lo verdadero siga viajando entre generaciones.