Hay que mirarla a los ojos a Liliana y verla sonreír para entender un poco de qué se trata el amor y comprender que, a veces, la voz interior pide a gritos algo que no siempre se puede decodificar, mucho menos entregar. Ya suma 17 años en la feria de la Plaza Independencia, no siempre estuvo allí, ni mucho menos se dedicaba al crochet como hace casi dos décadas. Trabajó en ordenanzas dentro de un organismo gubernamental, luego fue celadora en una escuela y un día, “un buen día”, como cuenta, llenó el formulario que la iba a desvincular con esa vida de papeles y oficinas con poca luz, de escobas y trapos, para vincularla con esto que “es un estilo de vida, mi cable a tierra”, comienza.
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Liliana, siempre sonriente en su puesto de la Plaza Independencia.
Foto: Yemel Fil
“Trabajar a cielo abierto, con sol o con lluvia, con frío o calor me apasiona, siento pasión por el arte. No es fácil, está bien, no siempre es sencillo vivir de las ventas pero porque el arte es eso: es un lujo que todos/as merecemos, que no tiene precio. Para mí es costumbre levantarme temprano y venir a armar mi puesto hasta las 10 de la noche. Ser artesano/a este es un estilo de vida y, en mi caso, mi cable a tierra”, agrega.
Liliana es de Las Heras, tiene 7 hijos, los mayores son de su primer matrimonio y los más chicos, del segundo, del que perdió hace ya tiempo pero que no olvida: “Han pasado 20 años y una no olvida”, dice y sus palabras podrían inspirar tranquilamente a Cortázar en su Rayuela. Con los ojos con lágrimas habla de quien fue su compañero de vida hasta el final de sus días.
José Alberto, su esposo, murió en un accidente laboral, pero trabajaba en “negro”, con todo lo que eso implica para una mujer que tiene que salir adelante con sus hijos. De ordenanzas pasó entonces a una escuela como celadora y los días comenzaron a pasar, uno tras otro. Quizás fue la rutina, quizás la falta de ánimo que atravesaba tras su pérdida o quizás la combinación que la llevaron a esa mañana en la que decidió cambiar.
“Siempre fui autodidacta. Antes reciclaba telas como cueros y tejidos para hacer regalos a la gente que quiero. Un día, una tía me dijo que estaba loca por no estar vendiendo lo que hacía”, recuerda y se ríe. Luego sigue: “Empecé a hacer con las manos lo que tenía en la cabeza, a veces, comenzaba con una idea y en el camino se me ocurría otra y destejía y comenzaba de nuevo, creo que hasta hoy me pasa así”, completa mirando su puesto repleto de todo tipo de prendas de ropa de algodón, poliéster y elastano, esos que vende ahí en la plaza, cada día, nunca sola porque “él siempre está acá, conmigo, yo todavía siento vivo ese amor tan lindo que compartí con él. Amé y fui amada, eso no se olvida ni se arranca”.
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Foto: Yemel Fil
A unos metros está Paola, sentada junto a su compañero de vida, ambos son docentes, licenciados en Gestión Cultural, son de Rosario, Santa Fe y hace 20 años están juntos, tienen dos hijos que, literalmente, hacen de todo: no sólo dedican tiempo a las artes sino que, por ejemplo, “mi hijo de 17 años que está terminando la secundaria, estudia japonés y se prepara aparte con una profesora en matemática y química avanzada para ganar una beca y estudiar Física en Japón”, cuenta.
“Y mi hija de 10 pinta, está en la primaria, también estudia teatro y diseño. A veces, cuando no están en época de cursado, viajan con nosotros, sino están con mi mamá que es una abuela joven, muy compinche, saben que cuando llega mamá se acaba la fiesta”, agrega riendo.
Paola recorre el país desde los 18 años, produce sahumerios orgánicos en rama y varillas y la técnica de descomposición con la que trabaja en su taller de Rosario es única en el país. A tal punto que ya adelantó que cuando sus hijos sean más grandes, va a comenzar a dar clases enseñando esta técnica.
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Paola, la rosarina, en su quinta participación de la feria de la Ciudad de Mendoza.
Foto: Yemel Fil
Es la quinta vez que participa de la feria en la Plaza Independencia y conoce tan bien a sus habitantes que sabe qué prefieren los mendocinos/as y también lo que se acercan a su stand en las ferias de otras provincias: “Al mendocino/a hay que entrarle, una vez que le llegas, son muy amables. Cada provincia tiene sus gustos, aquí prefieren los cítricos y los frutales, en el Sur, los aromas de madera, en Santa Fe, por ejemplo, los florales. Hasta el olfato permite conocer gustos e intereses de diferentes personas en distintos puntos del país”, explica.
A veces, viaja con su compañero, a veces sola. “Ese complemento en el amor es fundamental, la confianza es clave. Si bien, en este trabajo podes socializar mucho, conocer gente nueva todo el tiempo, también sos como un lobo solitario pero el sentimiento es increíble: la independencia, saber que no tenés techo, que podes seguir evolucionando, aprendiendo, todo el esfuerzo es gratificante y más aún cuando una piensa ‘yo siento, yo determino, yo decido’”, señala.
Paola llegó a Mendoza el miércoles y estará en la plaza hasta el lunes, luego seguirá su camino hacia Córdoba, después a Entre Ríos y la temporada de verano la encontrará en San Bernardo, seguramente, ya con toda la familia disfrutando de las vacaciones.
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Foto: Yemel Fil
Un poco más allá, está Ángel Ciancia junto a su mesa repleta de cuchillos de todo tipo y tamaño. Tiene 68 años pero la curiosidad por los hierros y metales se despertó en sus primeros pasos de la pubertad: a los 14, iba a la casa de un vecino herrero a ayudarlo, no pedía nada a cambio, sólo estar ahí mirando, aprendiendo y probando. “Fue un camino de ida”, dice al respecto.
“Bueno, nunca me gustó estudiar así que me busqué un oficio. Trabajé en muchas empresas durante años. En mis tiempos era un tabú ser artesano, había un estereotipo muy feo alrededor, era mal visto. La situación económica me trajo a vender lo que había aprendido a hacer y vi que este es un trabajo muy satisfactorio”, cuenta Ángel, también de Las Heras y que, por el momento, no puede viajar porque recientemente ha sido operado de la vesícula: “Ya pasaron 40 días”, dice como sin creer que aún no tenga el permiso para visitar otras ferias con sus fabricaciones.
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Ángel, en su puesto de cuchillos.
Foto: Cristian Lozano
Ángel suele viajar con Laura, su compañera de vida “hace nada menos que 48 años”, señala felizmente. Y aunque ella también se da maña con las artesanías prefiere dejarle el lugar a su esposo mientras que “administra, lleva todas las cuentas, media agarrada por ahí pero es muy buena en eso”, bromea con complicidad y, en sus gestos y su voz, el reflejo de un hombre que sigue enamorado como un chico.
Sobre su estilo de vida y su trabajo, es muy claro: “El artesano y la artesana, sabe reciclar y sobrevivir con sus manos. Yo empecé en esto como un hobbie, trabajaba en una empresa, tenía un patrón y por eso, lo que no tenía era decisión propia. Me dediqué a esto y pude terminar mi casa y darle estudio a mis hijos, no tuvimos lujos pero nunca nos faltó nada. Salgo a trabajar cada mañana y todos los días me enfoco en mejorar en lo que hago, tengo mis clientes ‘fijos’ y no me quejo de la vida que elegí, es gratificante, sólo hay que aprender e insistir hasta que salga, aunque tome años conseguirlo. Siempre digo que hay que mantener viva la curiosidad y saber que no hay cosa difícil de lograr porque si alguien más pudo hacerlo, uno también puede”, cerró.
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Foto: Cristian Lozano
Y como si fuera una casualidad, mientras Ángel termina de contar su historia, Fito Páez comienza a cantar, en una suerte de guiño: "Se me hacía tarde, ya me iba, siempre se hace tarde en la ciudad, cuando me di cuenta estaba vivo, vivo para siempre de verdad". Una suerte de guiño para definir- sólo un poco y de una sola manera- estas tres historias de vida, "a rodar, mi vida".