Los imprescindibles de Mendoza

Luciano Ortega y Pelusa Oliveras, el corazón de los títeres

La vida de Luciano Ortega y Pelusa Oliveras está llena de historia de magia, esas que los títeres tienen. Dos personalidades para destacara siempre,

Por Walter Gazzo

Hablar de Luciano Ortega y Pelusa Oliveras es hablar de pura cultura mendocina, de amor por el arte, por los chicos y por la educación. Es que esta pareja ha dedicado su vida para el teatro y los títeres y Mendoza mucho les debe agradecer esa entrega absoluta y total.

Esta es una verdadera historia de amor.

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Luciano y Pelusa, recién casados.

Luciano y Pelusa, recién casados.

Luciano Antonio Ortega nació el 21 de mayo de 1951 en la Ciudad de Mendoza, hijo Antonio Ortega y Francisca Celona, y tiene como hermana a Olga. Vivió su infancia y juventud vivió en Las Heras. Sus estudios primarios los llevó a cabo en la escuela República Oriental del Uruguay; la secundaria fue en el CUC y egresó como actor de la UNCuyo en 1973.

También en la Ciudad de Mendoza nació Luisa Estela Oliveras, el 12 de enero de 1945. Hija de Miguel y Estela, “Pelusa” es hermana de Leandro, Gustavo, Carlos, Hilda y Marta. Vivió en San Rafael (donde hizo su jardín de infantes); en Malargüe y allí hizo su primaria en la escuela Rufino Ortega; su secundario la encontró en ya instalada en Las Heras y por eso fue al Liceo de Señoritas y se recibió de Técnica Químico-Ceramista de la UNCuyo.

Los jóvenes Luciano y Pelusa vivían en Las Heras, a pocas cuadras uno del otro pero no se conocían. El encuentro fortuito se dio en la casa de una poeta amiga de ambos donde Luciano y un grupo de artistas planificaban concretar un video educativo y necesitaban una titiritera, mundo en el que ya estaba inmersa Pelusa. Así, los dos se conocieron.

Luciano además de ser actor era poeta. Y cuando descubrió a la titiritera le propuso armar una presentación de su libro de poemas con títeres. Y nació la unión.

No eran tiempos fáciles para ser artista en la Argentina. La feroz dictadura maniataba sentimientos y perseguía ideas. Pero, Luciano y Pelusa sintieron que era su momento y decidieron, al muy poco tiempo de haberse conocido, contraer matrimonio.

Comenzaron a trabajar como titiriteros y, desde 1977, se transformaron en los precursores y defensores del teatro de títeres, cautivando los ojos atentos de miles y miles de niños y grandes.

El camino no fue sencillo pero siempre hubo trabajo, motivados y convencidos de sus ideales. Así, el 24 de julio de 1977 formaron el Teatro de Títeres Los Juglares, que marcó todo un rumbo en el arte mendocino.

Trabajando en el Teatro Quintanilla, recibieron la propuesta de mostrarse en el teatro San Martín (de Capital Federal) y luego viajar al exterior. A pesar de las tentaciones, la pareja decidió optar por Mendoza.

Luciano y Pelusa son padres de Natacha y Federico, ambos con el arte a flor de piel (como se esperaba…).

La pareja sigue haciendo cultura a través del arte desde su casa de Las Heras, desde sus libros, programas de radio, canciones y -por sobre todas las cosas- con sus títeres, esos que están en la memoria y los corazones de los mendocinos.

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Natacha, Pelusa, Luciano y Federico.

Natacha, Pelusa, Luciano y Federico.

Pelusa cuenta:

Si me preguntan, por qué elegí a los títeres para expresarme, diría que no estoy muy segura de la elección… Parece ser que ellos me eligieron a mí!!!

Niña animista por naturaleza, viviendo en un caserío ferroviario… Mi casa por fuera en los inviernos era de cristal, estalactitas y estalacnitas formaban un enrejado que la hacía fantástica.

Al final de cada jornada, reunida la familia alrededor del hogar, con troncos encendidos, escuchábamos radio y luego con la luz de una lámpara Petroman, las manos proyectadas en las paredes deleitaban nuestros sentidos…

Sombras y asombro!!!

Luego devenían historias verídicas y cuentos, que con mis hermanos representábamos teatralmente o con figuritas recortadas de revista al día siguiente. Era el teatro familiar, pura improvisación y muchas risas…

Las gallinas nuestro público y Tachuela, perro de raza perro, aullaba con su aprobación.

Disfrutábamos de los juegos de manos, de la radio y de los cuentos, antes de dormir calentitos con las salamandras que crepitaban con sonidos musicales y en el profundo silencio, cuando el sueño no acudía acuciaban ruidos de fantasmas cadeneros.

Ya con cálido tiempo, en días de lluvia, cuando el sol asomaba, también lo hacía el arco iris, cientos de alguaciles poblaban el aire que semejaban hadas, como las hadas que vi por vez primera en un teatro de títeres. No recuerdo la compañía de trashumantes que visitaba mi pueblo, allá en el sur de Mendoza, Malargüe, pero ese puente del castillo bajando hasta develar una historia de princesas, hadas, ogros, dejó en mí una marca indeleble.

Me calcé muñecos que descansaban sin vida detrás de los telones, escenografías colgantes y cabezas de mate recubiertas de papel maché, iluminaron mi imaginación. Intentamos replicar la maravilla y sólo quedó el intento…

¡Luego llegaría “Lilí! Una película en el único cine del pueblo… He visto de niña muchas películas, pero la que se quedó pegada a mi alma fue ésa con títeres más sofisticados y por siempre Zanahoria con su pelo anaranjado.

Amigo en funciones callejeras de Lilí, que a partir de esa amistad, el público se acercaba para escuchar los diálogos que tenían y dejar monedas para el titiritero que se fueron aumentando con las representaciones de éstos maravillosos personajes.

Así llegó mi adolescencia y partimos en familia para la ciudad. Atrás quedaron paisajes, rieles y durmientes, horno de barro y helados hechos con nieve… Llancanelo, laguna de un solo color por la cantidad de flamencos, cuando volaban ponían el cielo de color rosado, el vuelo, ese vuelo me alucinaban. Cambiamos de paisaje para vivir en la ciudad, estudio, nuevos amigos, actuaciones risueñas inventando mil personajes en cumpleaños, en casas y un mundo a develar.

Ya recibida de Química Ceramista e ingresando a la Facultad de Ingeniería Química, hube de pararme para poner las coordenadas de lo que sería mi futuro. Hice mil intentos en otros estudios, en otros oficios. Y un día descubrí que me faltaba la comunicación del torbellino que bullía dentro de mí. Tomé un curso de marionetas. Amé ese teatro con hilo; hice funciones con ellas. Allí estaba mi infancia completa. Hasta que me calcé, improvisando un títere de guante, alcé mi brazo y aconteció el vuelo.

Ávidamente leía y leo aún hoy todo lo que me acercara al milenario arte y con mucho sudor, aprendizaje, ver distintas compañías de titiriteros y marionetistas, admirar en seminarios y congresos a profesionales, abracé el oficio. Amasar, coser, crear, dar vida a telas, cartón y engrudo, fue el vuelo de los flamencos, ya no podría hacer otra cosa.

Aprehendí el oficio, trabajé duro, me formé con grandes maestros, sigo aprendiendo, hice reír y recogí risas, forme gente, actué en distintos teatros, utilicé diferente técnicas y con el corazón alerta, ellos hicieron las delicias de toda la familia durante casi una década.

Los TITERES me habían elegido como su “titirimamá”.

Y un día con Luciano Ortega, mi esposo y compañero, cambiamos figuritas y llegaron las actuaciones, manos con manos, elevadas al cielo con personajes entrañables, hijos de la tozudez y la utopía.

Amados y amantes, comenzamos un camino juntos recorriendo salas, Teatros, set de televisión, radios, espacios no convencionales, por el país a lo largo y a lo ancho, también en países limítrofes, dictando cursos, charlas, conferencias, funciones, creando espacios mágicos para que sucediera la fantástica…

Hace más de tres décadas que con el teatro de títere “Los Juglares” seguimos amasando con levadura de tiempo, esto que nos apasiona !!!

Porque ellos me eligieron es que soy TITIRITERA…

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Habla Luciano:

Lo bueno de contarse es que siempre hay algo entre sombras que da sentido a la llamita que uno enciende en el relato. Cuando alguien me dice titiritero, y esto suele pasar seguido, yo pongo cierta resistencia al hecho de ser esto o aquello, ya que todo rótulo delimita y limita. Yo antes que nada soy un ser humano con infinitas facetas develadas y a develar en este caminito de andar por la vida. Uno es algo en cuanto lo habita. Por eso me encanta hacer títeres, es en ese instante vital cuando soy titiritero, en el gerundio de estar siéndolo; ese gesto me enmaga y me provoca gozo, lo disfruto.

Yo conocí el oficio por dentro a través de Pelusa Oliveras con la que conformamos juntos el teatro de títeres “Los Juglares”. Yo venía del palo del teatro, hice la carrera en la UNCuyo, en la entonces Escuela Superior De Teatro, hoy Facultad de Artes. Pero en realidad uno no sabe bien cuando nacen los caminos, por suerte los envuelven cierta trama brumosa que los hacen mágicos y para nada matemáticos y lógicos.

Nadie ama lo que no conoce y yo conocí esta huellita a través de un tío, hermano de mi mamá, que hacía radioteatro y por solo oler ese universo yo quedé alucinado con la radio, con los pasillos del teatro, con el hechizo de ese universo en el que no estaban ausentes los títeres. Ellos aparecieron en la escuela primaria, en el patio y en el aula. Mi primer títere, cabeza colorada, lo hice con un mate de calabaza y papel maché, el vestidito era verde, me fascinaba meterle la mano e intentar darle vida detrás del vidrio de una puerta y en ese acto casi anónimo percibir como se deslizaba su actuación. Pero mi primera función en público fue sobre el escenario de la escuela en un típico teatrino con cortinitas, allí le di vida a una escoba; una bruja la hacía funcionar con su magia; escoba que desde abajo yo movía con un palito, sintiendo la energía fluir entre el público, el objeto animado y mi propio cuerpo.

Cuando terminé el secundario había que decidir que hacer y la pregunta fue clave: ¿podría yo vivir sin la respiración de lo artístico, fuera este la poesía, la radio, la comunicación desde la palabra y lo corporal conectado con el puente de lo fantástico?. La respuesta fue que si no lo hacía era como cortarme un brazo o mutilar una pierna o algo parecido. La Escuela de teatro era una puertita y la atravesé entre brumas, pero consciente de que por ese senderito había parentescos que me conectaban con mi respiración más íntima, dando aire al fuelle de mi canción singular. Actor actor no es lo que quería ser. Para ese entonces ya había olfateado la poesía, primero desde el recitado y luego con algunos garabatos propios que me habían convertido en su amante incondicional; la radio era otra maga que me convocaba y atrapaba hasta los tuétanos. Ensoñaba animar espectáculos tipo café concert y ritos semejantes; admiraba a los titiriteros y cuando podía los abordaba como espectador, disfrutando los títeres y hasta les metía mano en bochornosos intentos de inconscientes animaciones con mis compañeros de la escuela de teatro.

Terminé la carrera de arte escénico, formé parte como contratado durante dos años del elenco universitario y conformé alguna experiencia de teatro independiente.

Con el afán de ser breve; más que seguir enunciando la cronología de mis intentos hasta la fecha, quiero contar que por fin llegó el día en que me uní a Pelusa conformando un matrimonio en la vida y en los títeres, que desde ese instante hemos abrazado juntos este arte milenario de valijas.

Uno es las preguntas que se formula y el modo de darles respuestas. Y en eso andamos todavía, tratando de abrir preguntas y valijas, tras el anhelo de develar ese sencillo y hondo universo del títere. Y desde ese gesto saber que sólo contamos con el interrogante que renovamos día a día. Preguntas hechas a una valija trajinada y a trajinar, para que los títeres vivan y otorguen su respuesta efímera y fantástica.

Sólo diré para concluir con esta breve reseña que el teatro de títeres “los Juglares” nace en Mendoza el 24 julio de 1977, y que más allá de los pasillos transitados desde entonces hasta hoy, caminos en la poesía, la educación, la radio y la tele; en las grandes ciudades o en pequeños pueblitos de Argentina, Chile y Uruguay, con el dictado de talleres o con funciones de títeres para niños y adultos, lo que rescato es el seguir tras el intento de habitar este acto cotidiano, que ojalá no se apague hasta el último aliento.

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"Hay hombres y mujeres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles" (Bertolt Brecht).

Esta columna fue declarada de interés cultural por el Senado de Mendoza según consta en la resolución 78.208.

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