El escritor y editor de periodismo cultural Juan Forn murió el domingo 20 de junio, a los 61 años, y la noticia provocó una gran conmoción en el ambiente cultural y entre sus lectores. El autor de obras como "Nadar de noche", "Frivolidad" y "María Domecq", sufrió un infarto.
La noticia causó impacto en Mendoza también, y particularmente en un amigo personal de Juan: Pablo Gullo.
Pablo es escritor, profesor y licenciado en Letras. Nació, creció y vive en Junín. Ha publicado un libro de cuentos y misceláneas, "Humores Malignos"; una novela-blog, "El Mesías de la Nada"; fue parte del colectivo Ale Caterva junto a otros tres autores con los que publicaron los cuentos de "Viaje" (2013) y el libro de poemas "Todas esas cosas que no usás". Actualmente dicta los coloquios de Procesos Comunicacionales y de Epistemología de las Ciencias Sociales para la Universidad de Congreso, dirige un taller literario para el Instituto de Letras Leopoldo Marechal.
Y en los últimos nueve años participó del taller literario de Juan Forn.
"Lo conocí a Juan en el 2012. Él odiaba las redes y tanto lo hincharon que se abrió un Fecebook. De los años 90 le seguía sus pasos y era una luminaria para mí. Un día puso un aviso que se habían abierto dos vacantes en el taller. Y no dudé en pedirle ser parte..." cuenta Pablo y así nació esta amistad.
A modo de despedida, Pablo escribió este texto:
Un wasap al infinito
El celular sonaba desde mi pieza mientras yo miraba un partido. Eran cerca de las nueve de la noche. Mi esposa lo traía. Lo vi en su cara antes de agarrarlo. Se murió, me dijo. Juan Forn se murió.
Cinco minutos, no reacciono.
En los '90 cursé la carrera de letras en la Universidad de Cuyo, pero buscaba ser escritor. Tenía veinte años, viajaba cien kilómetros diarios en bondi y deseaba recibirme rápido porque también me quería casar. Algunos menos intensos se lo tomaban con soda y hacían horas extras de ocio en el bufet. Me encantaba escucharlos hablar de libros porque leían por placer, yo para aprobar las materias. Por ellos supe de Forn. Elogiaban sus cuentos, decían algo sobre Shanghái y Babel, los nuevos escritores. Pasaron años hasta que por fin leí Nadar de noche, pero nunca perdí de vista la estela de su trayectoria (editoriales, colecciones, novelas, Radar), edificada con la vehemencia del acelerador pisado a fondo. Yo estaba casado y recibido de profe, tenía el doble de horas de clases que las permitidas, esperaba ingenuo organizarme para ser escritor. Frenéticos en 2001. A él lo frenó una pancreatitis y un coma, a mí un choque y un árbol, paraplejia.
Nueve y cinco. Reacciono, busco su wasap, le grabo un audio corto, espontáneo, desde el fondo del dolor. Todavía no lo puedo creer.
En mayo de 2012 vi en un posteo suyo que tenía dos cupos para su taller y le dije que me quería anotar, aunque viviera en Mendoza. No me preocupaba dejar trabajo ni familia. Conseguiría pasajes gratis gracias a la silla de ruedas y dormiría en la calle si fuese necesario. Me parece que estuviera leyendo su respuesta ahora, en minúsculas, como siempre en sus mails: "qué groso que vinieras de mza especialmente, pablo! ante tal interés no puedo menos que dejar que pruebes." Después otro correo con los "requisitos", en realidad el compromiso con nosotros mismos a dedicar al menos dos horas al día para leer y escribir, tenerlo leído para saber qué queríamos de él, saber que la literatura da, cuando uno le da lo suficiente, saber que da igual escribir ficción o no ficción, siempre que se entienda que todo es relato, y que se trata de saber cómo quiere ser contada la historia que queremos contar.
Para mí empezó otra historia, una transmutación. Me recibió con un abrazo, dejé de ser Pablo y me convertí en pablete. Llevé un texto para deslumbrarlo, con todos los yeites que conocía, intenté meterle reflexiones picantes, sesudas, referencias de cine, vértigo al relato. Con toda la didáctica del mundo, rayó, tachó, reemplazó, sugirió, reubicó: lo hizo bosta. En otros encuentros me dijo que los profes de lengua tenemos ese vicio del fárrago y la floritura (usó la palabra "paja" en realidad), que a veces mis pálpitos estaban cambiados, que si la narración indicaba un rumbo, yo siempre me iba para el otro lado. Y así. Aunque sacara un cuchillo y me apuñalara, yo iba a seguir en ese taller. Y seguí con intermitencias, pero obstinado. Me impuse sacudirme la caspa de la academia y nutrirme con otras lecturas, mirar de otra forma, porque corregir mis escritos corregía mi sensibilidad del mundo y hasta mi forma de vivir. Al lado de Juan empecé a entender la profundidad abisal de las posibilidades de un relato. Me hice adicto a sus contratapas, leí toda su obra, puse excusas inverosímiles para ir un rato antes del taller, tomar de su habitual jarra de té earl grey y fumarnos un pucho mientras hablábamos de libros, películas y series. Nos volvía locos la nueva Twin Peaks. Empezamos una progresiva amistad, aunque lo seguía haciendo rabiar con mi cabeza dura para avanzar en lo que afanosamente había empezado a tomar forma de novela. Era lo de menos. Ya iba por estar.
Fueron nueve años en los que conocí por lecturas o de primera mano a ese Juan del que hablan todos los obituarios, homenajes y despedidas que leí. Por eso quiero mostrar mi Forn, el generoso que me decía si no tenés guita este mes no me pagues, el sabio, el de la paciencia y mirada zen de la vida, el de la bonhomía y la firmeza, el preocupado por su madre internada que convertía dolor en literatura (lean sus contratapas sobre la novela Crónica de mi familia, de Vasco Prattolini). Nos metía en la cocina de sus contratapas: cómo contactó a tal tipo, cómo le llegó determinado dato o cómo encontró en un librito de dos mangos la historia del cerebro de Einstein en un tupperware. A mí me contó el porqué real de su preferencia por los rusos, un secreto que nunca voy a revelar. Fueron nueve años en los que conseguí dar forma decente a mi novela porque él vio la dirección como si fuera yo mismo, nueve años en los que coseché no pocas anécdotas, pero una muy especial, cuando logré que los mil kilómetros entre Buenos Aires y Mendoza, esta vez, los recorriera él. Fue para el Certamen Vendimia de Novela. Me propusieron ser jurado y que recomendara a alguien, con la condición de que viniera a la entrega del premio. Obvio: Juan. No quiere, no sale nunca, no va más a estos actos, ya le preguntamos. Déjenmelo a mí.
Sigo mirando el audio que le mandé en mi celular, pienso cómo carajo se soporta un duelo tan amargo. Me mantengo firme en el recuerdo. Vino a la entrega del premio durante la feria del libro del 2015. Antes del avión me llamó intranquilo, le dije que no se preocupara, tenía todo bajo control. Un amigo consiguió la mejor marihuana de Mendoza. Fumamos fuera del Le Parc y a mí, un tierno, el porro me partió al medio. Cuando volvimos a entrar, crucé la puerta, doblé a la derecha con la silla y choqué la pared. "¿Ves que siempre tomás para el otro lado?", me dijo con esa risa trabajada por el humo y los whiskies de otra vida. La noche siguió como soñada, Juan conoció y abrazó como un fan más a Leo Maslíah. Charlaron. Después, mi esposa al volante, mi amigo del porro, Juan y un colado de lujo: Vicente Battista. El cruce de charla literaria entre Juan y Vicente durante la cena. Anécdotas de revistas, chismes sobre colegas y anfetaminas. Qué felices bajaron de mi auto cuando los dejamos en el hotel. Yo, ni les cuento.
No sé qué hora es, leí mil mensajes en estos días, me dicen que irse el día del padre, antes de la noche más larga del año, es significativo, una salida literaria del mundo; que su funeral fue como un cuento de belleza triste como la que a él le gustaba; que el tipo se puso al hombro una generación de escritores y los llevó a lo impensado; que hizo de la sensibilidad y la empatía su herramienta creativa más eficaz; que leyó como pocos, laburó por diez, militó la literatura con toda la carga estratégica de ese verbo, que gestionó su vida desde la ficción y en la ficción bocetó su propio destino. Vuelvo a escuchar el audio tardío que le envié. "Juan, me acabo de enterar... Muchas gracias, viejo, muchas gracias por todo lo que me diste estos años". De nuevo mi voz patética y quebrada. Lo distinto, lo sublime, es que ahora el audio tiene los dos ticks celestes del visto. Los ojos me brillan, mantengo el teléfono apretado, expectante, por un segundo creo ver el Juan está escribiendo con el que antes mi cuerpo entero se ponía en alerta. Sonrío. Comprendo. Al final de nuestra vida nuestros actos manifiestan su sentido y proyectan la propia eternidad. Juan no está escribiendo. La respuesta que espero ya estaba escrita en la vida y obra que gestionó, en cada cosa que me dijo o que hicimos. La respuesta que espero, ya estaba enviada.
Dedicado a quienes me bancaron y compartieron conmigo estos años de Forn
Pablo Gullo
Y acá, podés escuchar la charla completa que tuvieron Pablo Gullo y Alejandro Frías, en la columna "Párrafo aparte", que se emite en el programa El Buen Salvaje, que conduce Walter Gazzo, de lunes a viernes de 20 a 22 por Radio Andina.