Literatura

Escritores y espías

La literatura de espionaje nació en Gran Bretaña y muchos de los escritores que la cimentaron fueron, además, sagaces espías al servicio de su majestad. Maugham podría considerarse un buen ejemplo, tenía, las características típicas de un agente secreto inglés.

Por Sección Cultura
Graham Greene supo decir que “la vida del servicio secreto resulta tan solitaria como la del escritor que se retira de todo”. Confesó que en 1941, en plena Segunda Guerra mundial, el Foreing Office lo llamó para que colaborase con ellos, “necesitaban a alguien que tuviera conocimientos de África, por entonces se vivía una situación difícil con algunas colonias. Estuve en África tres años, luego me destinaron en Londres, y ahí abandoné el servicio secreto”. Siempre reconoció su condición de espía, aunque humildemente dijo que no pasaba de ser un mero informador: “el nuestro era un mundo de carpetas y papeles, más que de acción directa. Los agentes son los que viven verdaderamente en peligro, los que se juegan la vida en los propios países extranjeros y conflictivos. Los officers no éramos verdaderos espías. Los agentes sí”. Sin embargo, esos verdaderos espías en situación de peligro, no dejaron formidable novelas de espionaje como Nuestro hombre en La Habana, El factor humano o El americano impasible.
 
Poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el director del British Department of Naval Intelligence de la Royal Navy reclutó Ian Fleming, periodista de la agencia Reuters, como asistente, luego como lugarteniente, y finalmente como comandante. Durante este período, Fleming se especializó en programar misiones con el propósito de confundir a los alemanes. Incluso concibió una falsa “Operación Mincemeat”, diseñada para despistar a Hitler sobre los objetivos reales del desembarco aliado en el sur de Europa. Con el fin de darle verosimilitud, inventó a un espía que apareció flotando en el mar, el cadáver tenía supuestos documentos secretos. A partir de ese simulacro iba a nacer James Bond, el célebre agente 007, con licencia para matar. Más allá de la merecida fama que ha ganado esta singular criatura, repetida en numerosas películas, a la hora de hablar de grandes novelas de espionaje se impone el nombre de John Le Carré.
 
A princi­pios de los 60 poco se sabía de David Cornwell. Se­cretario de la em­bajada británica en Bonn, había cursado estu­dios en las uni­ver­sida­des de Berna y Ox­ford y se había espe­cializa­do en lite­ra­tura alemana, mos­trando par­ticu­lar in­terés por los poe­tas ba­rrocos de princi­pios del XVII. Entre los años 1956 y 1958 impartió clases en la exclu­siva y exclu­yente uni­versidad de Eton y bajo el nombre de John Le Carré pu­blicó dos novelas: Lla­mada para el muerto y Asesinato de calidad. Paralelamente, realizaba tareas de inteligencia para el Foreing Office.
 
En 1961 comenzaron a colocarse los primeros ladrillos de lo que luego iba a ser el ominoso Muro de Berlín; poco después, unas vigorosas cercas de púas rematarían la obra. En aquellos días David Cornwell­, nuevamente bajo el nombre de John Le Carré, finalizó su tercera novela: El espía que sur­gió del frío. Las dos anteriores ha­bían tenido un caute­lo­so elo­gio de crítica y un escaso número de lectores. Sin disimular el desaliento, le env­ió a su representante las 200 páginas de esa historia febril que había escrito en poco menos de dos meses, con un anuncio definitivo: si con­seguía venderla a 20.000 libras renun­ciaría a su cargo en el servicio diplomático. La novela recaudó mucho más de 20.000 li­bras; sólo en los Estados Unidos agotó seis millones de ejem­plares y durante trece meses encabezó la lista de li­bros más vendido de The New York Ti­mes.
 
David Corn­well canjeó definitivamente su nombre por el de John Le Carré y renunció al Foreing Oficce; pero de ningún modo a los es­pías: estos continuaron nutriendo su obra. “El mundo del espio­naje —explicó— no es sino una extensión del mundo en el cual vivo”. Y en ese mundo los espías no son apolíneos se­ducto­res de muje­res fata­les, que beben Don Perignon y se des­plazan en mo­dernas Ferra­ris. George Smiley, que aparece por primera vez en Llamada por el muerto es un hombre “ba­jo, gor­do y de carác­ter apa­ci­ble”, que viste tra­jes “fran­camen­te mal cor­ta­dos”, que cuelgan “de su rechoncha figu­ra como la piel de un sapo encogido”; al­guien a quien su esposa, Ann, engaña con el prime­ro que se ponga a tiro: lo a­bandona­rá a poco de casar­se para ir tras los pa­sos de un piloto de Fórmula Uno cubano. Más tarde se con­vertirá en la a­mante del agente sovié­tico Kar­la. Los espías de John Le Carré no son criaturas que despiertan admiración o envi­dia en el lec­tor; cuanto mucho, piedad.
 
La Cámara Federal de San Martín confirmó el procesamiento de tres periodistas argentinos a quienes, junto a otros dos ya procesados, se los acusa de “pinchar” correos electrónicos con el propósito de espiar información vinculada a políticos y a famosos de la farándula. Como espías: trabajo menor. En cuanto al espacio de la literatura, hay que perder toda esperanza: ninguno de los cinco jamás logrará escribir una novela del nivel de El espía que llegó del frío, La gente de Smiley o La casa Rusia. El quinteto, tal como sucede con los personajes de John Le Carré, no despierta ni admiración ni envidia, ni siquiera piedad.

Fuente: Télam

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