Poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el director del British Department of Naval Intelligence de la Royal Navy reclutó Ian Fleming, periodista de la agencia Reuters, como asistente, luego como lugarteniente, y finalmente como comandante. Durante este período, Fleming se especializó en programar misiones con el propósito de confundir a los alemanes. Incluso concibió una falsa Operación Mincemeat, diseñada para despistar a Hitler sobre los objetivos reales del desembarco aliado en el sur de Europa. Con el fin de darle verosimilitud, inventó a un espía que apareció flotando en el mar, el cadáver tenía supuestos documentos secretos. A partir de ese simulacro iba a nacer James Bond, el célebre agente 007, con licencia para matar. Más allá de la merecida fama que ha ganado esta singular criatura, repetida en numerosas películas, a la hora de hablar de grandes novelas de espionaje se impone el nombre de John Le Carré.
A principios de los 60 poco se sabía de David Cornwell. Secretario de la embajada británica en Bonn, había cursado estudios en las universidades de Berna y Oxford y se había especializado en literatura alemana, mostrando particular interés por los poetas barrocos de principios del XVII. Entre los años 1956 y 1958 impartió clases en la exclusiva y excluyente universidad de Eton y bajo el nombre de John Le Carré publicó dos novelas: Llamada para el muerto y Asesinato de calidad. Paralelamente, realizaba tareas de inteligencia para el Foreing Office.
En 1961 comenzaron a colocarse los primeros ladrillos de lo que luego iba a ser el ominoso Muro de Berlín; poco después, unas vigorosas cercas de púas rematarían la obra. En aquellos días David Cornwell, nuevamente bajo el nombre de John Le Carré, finalizó su tercera novela: El espía que surgió del frío. Las dos anteriores habían tenido un cauteloso elogio de crítica y un escaso número de lectores. Sin disimular el desaliento, le envió a su representante las 200 páginas de esa historia febril que había escrito en poco menos de dos meses, con un anuncio definitivo: si conseguía venderla a 20.000 libras renunciaría a su cargo en el servicio diplomático. La novela recaudó mucho más de 20.000 libras; sólo en los Estados Unidos agotó seis millones de ejemplares y durante trece meses encabezó la lista de libros más vendido de The New York Times.
David Cornwell canjeó definitivamente su nombre por el de John Le Carré y renunció al Foreing Oficce; pero de ningún modo a los espías: estos continuaron nutriendo su obra. El mundo del espionaje explicó no es sino una extensión del mundo en el cual vivo. Y en ese mundo los espías no son apolíneos seductores de mujeres fatales, que beben Don Perignon y se desplazan en modernas Ferraris. George Smiley, que aparece por primera vez en Llamada por el muerto es un hombre bajo, gordo y de carácter apacible, que viste trajes francamente mal cortados, que cuelgan de su rechoncha figura como la piel de un sapo encogido; alguien a quien su esposa, Ann, engaña con el primero que se ponga a tiro: lo abandonará a poco de casarse para ir tras los pasos de un piloto de Fórmula Uno cubano. Más tarde se convertirá en la amante del agente soviético Karla. Los espías de John Le Carré no son criaturas que despiertan admiración o envidia en el lector; cuanto mucho, piedad.
La Cámara Federal de San Martín confirmó el procesamiento de tres periodistas argentinos a quienes, junto a otros dos ya procesados, se los acusa de pinchar correos electrónicos con el propósito de espiar información vinculada a políticos y a famosos de la farándula. Como espías: trabajo menor. En cuanto al espacio de la literatura, hay que perder toda esperanza: ninguno de los cinco jamás logrará escribir una novela del nivel de El espía que llegó del frío, La gente de Smiley o La casa Rusia. El quinteto, tal como sucede con los personajes de John Le Carré, no despierta ni admiración ni envidia, ni siquiera piedad.