Es imposible sustraerse en estas horas al clima que nos envuelve a todos los argentinos. Malvinas es el único sentimiento que aún nos une, más allá de algunos pocos agoreros que tomaron estos días como plataforma para intentar desmalvinizar nuestros sentimientos y nuestro futuro.
Lo intentaron y lo seguirán intentando vanamente, nuestro sentimiento por ese espacio de tierra arrancado en 1833 y es hoy mucho más fuerte porque la locura de la dictadura militar genocida no solo fracasó en su intento de apoderarse de la causa Malvinas para perpeturarse en el poder, sino que además desató en los argentinos un sentimiento más profundo de soberanía por los miles de soldados, argentinos y argentinas que fueron enviados a la aventura criminal. Su heroísmo y la sangre derramada de los cientos que no volvieron solo fortalecen, cada día que nos topamos con su recuerdo, nuestro sentimiento.
Las Malvinas son parte de nuestro territorio, pero también parte de nuestra riqueza y economía que hoy es sometida a expolio permanente por parte de Inglaterra y varios socios comerciales que pescan, exploran petróleo y gas y piensan en las Islas como un puerto hacia la explotación económica de una de nuestras mayores riquezas.
Nuestro país nunca fue muy de mirar al mar más allá de las playas para vacacionar, sin embargo, es una fuente de riqueza similar o mayor aún a la de nuestro campo o nuestras montañas. Los sucesivos procesos políticos, de Rivadavia para acá, nunca pensaron en los ríos o el Mar Argentino como fuentes de riqueza. Solo los primeros gobiernos de Perón dieron impulso cierto y decidido a nuestras flotas mercante y pesquera. No hace falta recordar una vez más la historia argentina para saber qué pasó con esos desarrollos del 55 para aquí hasta llegar a la desaparición completa.
La historia también es terminante en cuanto a los momentos circulares que parece vivir la Argentina. Aquel abril del 82 la economía atravesaba -una vez más- uno de los peores momentos de la historia complejizado por las circunstancias políticas de una dictadura que se deshilachaba, en parte por la crisis económica y en otra porque la magnitud del latrocinio era tan grande que ya era complicado ocultarlo y por supuesto los egos y aspiraciones internas de las propias fuerzas armadas que jugando a la política comenzaban a creer que podían ganar el favor popular a través de una formación partidaria como mal imaginó Emilio Eduardo Massera.
En aquel abril las suspensiones de trabajadores se multiplicaban por miles. Solo la industria automotriz cordobesa tenía mas de 10 mil trabajadores suspendidos. A las fábricas, de cualquier rubro, que habían podido sobrevivir al tsunami Martínez de Hoz la devaluación del 60 por ciento en apenas tres meses de Lorenzo Sigaut (que casualmente asumió el 1 de abril de 1981) las terminó de destruir. La inflación al 20 de diciembre de 1981, día en el ministro del "El que apuesta al dólar pierde" dejo el cargo superaba el 170%.
La llegada para esa Navidad de Roberto Alemman, hijo dilecto de la Escuela de Chicago, junto con el nuevo presidente Leopoldo Fortunato Galtieri no fue mejor. Fiel a sus orígenes se dispuso a combatir la inflación con un congelamiento por decreto de los salarios y un fortísimo aumento de las tarifas de los servicios públicos para reducir el déficit y una devaluación que entre enero y junio del 82 (cuando tuvo que dejar el cargo con Galtieri después de la derrota de Malvinas) había llegado al 421 por ciento.
Los últimos pasos de Sigaut y los primeros de Alemman fueron los que revivieron con fuerza al movimiento obrero que encontró en el combativo cervecero Saúl Ubaldini un líder que caló fuerte en las masas de trabajadores y de desocupados y fue fundamental para evitar un estallido civil del que se estuvo a punto.
La aceleración de los tiempos para la reconquista de Malvinas por parte de la dictadura significó para Galtieri y sus secuaces recuperar un poco de aire en la sociedad, sin embargo en la economía nada cambio y la situación de desastre se profundizó de manera ya insostenible. El fin de la guerra y la reconquista inglesa de Malvinas dieron el golpe de gracia.
Reynaldo Benito Bignone apenas pudo domar las fieras unos meses mientras la economía seguía renga y las esperanzas de la renaciente democracia permitieron llegar en relativa paz civil a las elecciones de octubre y a la asunción de Raúl Alfonsín en diciembre.
Hoy la Argentina mantiene un sentimiento fuerte de malvinidad y es, como escribíamos al principio, quizás el único motivo que sin excepciones logre convocar a la gran mayoría de nuestros ciudadanos.
El consultor Gustavo Córdoba presentó este sábado un interesante trabajo sobre el tema donde se destaca que el 64 por ciento de la población cree prioritario para el país resolver la cuestión de soberanía de Malvinas. No es sorpresa por conformación ideológica que ese porcentaje se eleva al 75 por ciento entre los votantes de Alberto Fernández y baja al 54 por ciento entre los votantes de Mauricio Macri.
Para los argentinos definitivamente la guerra, después de Malvinas, no es una palabra más. Por eso debe preservarse su simbología en el ámbito público, ni el presidente con el gafe de la guerra contra la inflación, ni la oposición con su continuo uso para asociarla a combates poco claros e imaginarios contra la corrupción o el narcotráfico logran calar en la sociedad.
La Guerra para los argentinos y argentinas aparece indisolublemente ligada a la última tragedia que nos dejó la dictadura cívico militar, por respeto a nuestros pibes caídos y a nuestros héroes y heroínas de Malvinas deberíamos desterrarla de nuestro lenguaje político coloquial.