El Zonda
Era muy raro verlo al viejo caminando cabeza gacha buscando, hurgando, seleccionando hojas. Una leve brisa se había levantado, llegaba del este, los plátanos dejaban caer de tanto en tanto alguna de sus hojas secas. El aire enrarecido, una nube sin forma, sucia, oscurecía el cielo hacia el oeste. Todo hacía presagiar un cambio inminente. Caminaba calle arriba con la mano en los bolsillos y mis ojos un tanto irritados, algunas lágrimas y muchas penas. En ese momento me crucé con el viejo, caminaba errático recogiendo hojas, las miraba con detenimiento, no sé cuál era el criterio; pero elegía unas y desechaba otras. Tenía un puñado de ellas en su mano derecha, las sopesó, al parecer con eso bastaba, ya que regresó sobre sus pasos y se perdió en el zaguán de su casa. La noche se apresuró en llegar, atravesábamos agosto. El aire fresco hizo que se cerraran puertas y ventanas, las casas entraron en un letargo de penumbras, silencio y la calle se llenó de ausencias. Desde mi ventana podía verse que una luz se obstinaba en permanecer, sin importar el paso de las horas. Esta se filtraba por los postigos de la cocina del viejo. La intriga, mis pensamientos, hizo que no pudiera conciliar el sueño hasta que la luz se extinguió. Desperté sobresaltado, los postigos se golpeaban con fuerza y descontrol. El ruido se replicaba a lo largo de la cuadra, junto con el día había llegado el viento zonda. Me incorporé y al llegar a la ventana para cerrarla y evitar que se rompieran los cristales. Me quedé con la mirada perdida en la calle, ahora más desolada y polvorienta. La luminosidad era cambiante, esta estaba íntimamente relacionada con las ráfagas, un juego de luces con cambios tenues, sutiles y llenos de fuerza, polvo y calor intenso. En ese momento se recortó ante mis ojos la silueta del viejo. Parado en el medio de la calle, con sus hojas secas en la mano derecha. Desafiante en el medio de la tormenta, tomaba con su mano izquierda de a una las hojas y las levantaba al cielo. En un extraño ritual. Practicaba un rezo, una invocación o algo así, luego liberaba a cada hoja a su suerte, en medio de las impetuosas corrientes de aire arremolinada, caliente, asfixiante. Me vestí apresuradamente, con la intención de salir a su encuentro. Preocupado por su estado, su cordura y principalmente por mi desesperada ansiedad de saber que estaba haciendo. Demoré lo que mi impaciencia, torpeza y curiosidad creciente me llevó llegar a la puerta de calle. El viento llenó mis ojos de tierra, se me hizo imposible ver, el intenso calor golpeó mi rostro y sentí la dificultad para respirar. Cuando logre adaptarme a las condiciones de la calle, el viejo ya no estaba allí. Salí a buscarlo, en el medio de remolinos, polvo y calor. Tambaleando a cada paso por la fuerza del viento llegué a la puerta de su casa. Con mi puño y con la aldaba golpee con fuerza; pero nadie respondió a mi llamado. Emprendí mi búsqueda calle abajo. En ese mismo momento fue cuando una hoja llegó a mí. Tenía escrito en ella una fecha; 5 de diciembre. Al levantar la vista, me pareció ver la silueta del viejo en la esquina, me dirigí presuroso a su encuentro. Cuando llegué a la intersección me detuve mirando a cada lado en su búsqueda. Fue cuando vi la segunda hoja. En el umbral de una casa junto con otras tantas, resaltaba entre todas, ya que era la única que tenía una leyenda. Extendí mi mano y la recogí, "pronto estaré a tu lado mi amor". Quede atónito. Nunca volví a verlo y nadie supo de él, se fue con el viento zonda, decían. Dejó en mí los ojos llenos de lágrimas, recuerdos y un ritual por cumplir. Cada víspera de un viento zonda preparo mis mensajes, las penas que quiero que el viento se lleve lejos muy lejos... Los mensajes a personas queridas a las que ya no puedo llegar y fundamentalmente hecho a volar en cada hoja mis sueños más profundos.
30/08/2015 - Edgardo Daniel Bastiani.