Es una guerra de pobres contra pobres. Con un gobierno en retirada, más con la vista puesta en cubrir sus pasos tras el 10 de diciembre para garantizarse por un tiempo impunidad judicial y administrativa, buscando reunir la mayor cantidad de jueces funcionales para cuando ya no esté y una mínima cantidad de legisladores que dominen por un tiempo el parlamento para intentar volver con fuerza en el menor tiempo posible, es improbable que el paro de hoy logre, para quienes lo impulsaron y lo motorizaron con denuedo, algún saldo positivo a excepción de las fotografías que se sucederán de ciudades fantasmas, inmóviles e inanimadas por falta de ciudadanos y fuerza laboral en las calles y fábricas.
Por lo que el paro de hoy se torna en estrictamente político. Porque pocos, muy pocos ingenuos e idealistas a la vez deben estar convencidos de que la administración nacional de gobierno ordenará cambios a la tablita por la que se rige el ya regresivo impuesto a las ganancias, o anunciará un plan de shock para frenar la inflación, o un incremento en los haberes jubilatorios que les permita a quienes dejaron de trabajar cobrar el sueño del 82 por ciento de lo que perciben quienes están en actividad.
Es un paro sin sentido porque el gobierno, a quien va dirigida la protesta, se supone, ya mostró sus cartas para jugar hasta el fin de su mandato. Esas son la profundización de la diferencia que muestra con orgullo frente al resto. Un resto que hace tiempo dejó de comulgar con los preceptos del modelo, que lo enfrentó en las calles con manifestaciones y que engrosa los números de las encuestas que indican que quiere un cambio de aire.
También es dudoso el mecanismo del paro. Porque detrás del derecho a la protesta, siempre hay que evaluar la oportunidad y la naturaleza del reclamo. Hace tiempo que el país viene sufriendo políticas que, envueltas en el disfraz de la inclusión terminan siendo todo lo contrario. Cuándo ha gozado de tanta buena salud la prebenda y la proliferación de programas que apuntan a fidelizar votos y adhesiones por una vía cada vez más cercana a la extorsión que a políticas que incluyan de verdad y no que terminen creando millones de rehenes de un decreto; y del ánimo de un presidente o presidenta para firmarlos.
Hoy, millones de pobres de verdad pueden que pierdan el presentismo, vean menguados su salario a fin de mes por tardanzas y hasta sumen el salario de un día menos por no poder llegar a trabajar. Mientras un puñado de dirigentes que han ido y venido con movimientos, posturas, actitudes y decisiones políticas de acuerdo a la cercanía y conveniencia con quienes han venido gobernando el país. En vez de seguir negociando con inteligencia, pese a la testarudez que ha demostrado tener el gobierno, deciden frenar la actividad económica como si de eso dependiese un resultado favorable a lo que están reclamando y pidiendo.
El paro frena al país y a quien menos daño provoca es a un gobierno que ha hecho lo imposible para fragmentar, dividir y desunir a todos cuando se trató de discutir los problemas estructurales que se padecen.
El paro, así también y aunque cueste interpretarlo y entenderlo, va contra todos y en especial para aquella porción mayoritaria de argentinos que espera pacientemente y sin violencia, que le llegue la hora de ponerle nota a quienes hoy tienen en sus manos parte de su futuro, jugando con sus planes y proyectos. En momentos como este, en las postrimerías de una administración que se va indefectiblemente, la hora de los reclamos en serio y definitivos comienzan el día en que esos millones entren al cuarto oscuro y decidan por sí, sin matones, ni extorsionadores de un lado y de otro que se creen con derechos sobre cualquier otro, de por vida.