editorial

Por una vez aprendimos que perder no es una frustración

Tengo la sensación de que pusimos todo. “Nos quedamos secos, más no podíamos dar”, sintetizó Mascherano a minutos de haber perdido la ilusión de su vida y de las nuestras, con el alma en la boca, con las revoluciones a mil y la sangre caliente.

Tengo la sensación de que pusimos todo. “Nos quedamos secos, más no podíamos dar”, sintetizó Mascherano a minutos de haber perdido la ilusión de su vida y de las nuestras, con el alma en la boca, con las revoluciones a mil y la sangre caliente.

Este no fue un Mundial más. Creo que la tristeza que nos embargó a todos al fin del partido con los alemanes igual nos hinchó el pecho, nos llenó, claro, los ojos de lágrimas por lo cerca que se estuvo de alcanzar la gloria y con el sabor amargo por las oportunidades que se perdieron, por esa de Messi rematando apenas afuera del palo izquierdo del arquero alemán o ese penal que no nos dieron en la embestida del Pipita Higuaín.

Pero no fue una derrota dolorosa, de esas que sí tenemos y que siempre quedarán en la historia por haber dejado una imagen para el olvido o vergonzosa desde lo futbolístico. Este no fue el caso y los argentinos, en su gran mayoría, dejaremos atrás el Mundial de Brasil recordándolo como en el que se protagonizó una de las mejores gestas deportivas para el país.

En Brasil, Argentina se hizo adulta, pese a contar con una tradición descomunal de éxitos y triunfos varios. Sin dudas fue una de las más importantes enseñanzas. Porque, a diferencia de otros mundiales, en donde la soberbia, la altanería y la autosuficiencia irritante de la que hicimos gala se fue diluyendo para ser dominada por una actitud más serena y realista, e incluso con ese respeto hacia el rival –cualquiera fuera que nos tocara– que resultaba extraño no mucho tiempo atrás.

Los argentinos igual festejamos ayer. Porque nos dimos cuenta, en alguna medida, que somos como el resto de los pueblos del mundo que nos rodea. Una casi ironía, ¿no? una ironía para nosotros que siempre nos vimos en la cresta de la ola mirando a todo desde las alturas.

El fútbol, una vez más, nos deja ricas enseñanzas. Que las altanerías se pagan caras, que las culpas de lo que nos pasa hay que buscarlas adentro más que afuera y que la victimización no es buena consejera.

Nos queda la sensación de que los 23 que fueron a Brasil dejaron todo lo que tenían para dejar y que ese todo no alcanzó para la gloria. Pero sí para dejar una imagen digna, sin melodramas y sin desparramar culpas ajenas.

El sueño del Mundial terminó y ese epílogo no ha dejado ese sentimiento de derrota que destruye o desmorona. Todo está como era entonces. Ni tan negro ni tan blanco. La realidad se nos presenta tal como es, con las mismas dificultades y las mismas fortalezas.

Desde este lunes, el país vuelve a tomar el ritmo de las cosas que dejamos un mes atrás. Y ahí sí que, con la misma fuerza que se hizo para apoyar al equipo en Brasil, deberemos enfrentar la falta de buenos resultados en las batallas que libramos contra nuestras propias debilidades.

Nos aguarda un país y una provincia que anda a los tumbos sólo por culpas propias. Y con el convencimiento de que necesitamos, en cada rol que nos toque cumplir, encontrar a esos Mascheranos que sientan que se quedan secos por dar todo y no aguardar eternamente por la aparición de esos Messis que hemos inventado en la conciencia colectiva, cual mesías, que llegarán para rescatarnos del pozo.

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