Cosas de la vida

¿Por qué repetimos lo que nos molesta de nuestras madres?

¿Qué influencia tuvo en nuestra manera de pensar y de entender el mundo? ¿Cómo evoluciona la relación madre/hija en cada etapa de la vida?

Por Sección Sociedad

"¡Sos igualita a tu vieja!" . Te lo dicen todo el tiempo y vos no sabés si reírte o llorar. Ya ni te gastás en negarlo. Hace rato que venís notando que repetís sus gestos, sus frases (¡calcadas!) y hasta adoptaste esas manías que te parecían tan ridículas. ¿En qué momento te convertiste en una réplica de tu madre? ¿Cuándo ocurrió la tan temida metamorfosis? Admitámoslo: cuesta aceptar que en mucho de lo que hacemos hay algo suyo. Un sello indeleble de esa mujer que, bien o mal (¡o simplemente como pudo!), nos mostró su versión del mundo y nos marcó un rumbo. Porque, más allá del tamaño de las caderas o del color de los ojos que hayamos heredado de ella, también nos legó modos, hábitos y valores que forman parte de nuestra identidad. Aprendimos de sus presencias, de sus ausencias, de sus aciertos y también -por qué no- de sus fallas. ¿Qué influencia tuvo en nuestra manera de pensar y de entender el mundo? ¿Cómo evoluciona la relación madre/hija en cada etapa de la vida?

Ese primer espejo

Nacimos de su vientre y dependíamos de ella para sobrevivir en un lugar hasta entonces desconocido. Teníamos hambre y miedo, pero estábamos tranquilas porque mamá estaba con nosotras. Era ella quien nos daba alimento, seguridad, abrigo y apego; sus brazos eran el refugio más seguro y no existía mejor premio que contar con su aprobación ante cada palabra nueva, cada pirueta o garabato que intentábamos hacer. La mirábamos desde abajo con anhelo, casi embelesadas. ¡Cómo nos gustaría ser como ella! Tan espléndida, tan buena, tan grande. Nada más divertido que jugar a la mamá para pintarnos los labios, emperifollarnos con pashminas, carteras y tacos y retar a nuestras muñecas igual que lo hacía ella con nosotras.

Nos encantan sus besos, sus abrazos, meternos en su cama y pedirle que nos lea OTRA vez ese cuento antes de dormir, o que sea nuestra invitada de honor a tomar el té con el jueguito de porcelana. Es así como aprendimos a sentirnos acompañadas, valoradas, queridas, y bajo su mirada cariñosa y encantada, fortalecemos nuestra incipiente autoestima, esa coraza tan necesaria para afrontar la vida adulta. Es infalible: cuando tenemos miedo, nos calma; cuando nos atacan, nos defiende, porque en el fondo sabemos que a su lado todo va a estar bien.

Alardeamos cuando está, y cuando no..., ¡uf! Todavía no te olvidaste de la desilusión que sentiste aquella vez que la esperaste más de 40 minutos en la puerta del jardín porque ella se atrasó en la oficina. ¡Otra vez! O cuando actuaste en el colegio de dama antigua y buscaste su cara entre la platea, pero no estaba porque se había ido a un viaje por trabajo. ¡Ofendidísima, terminaste! Pero vistas desde el presente, hoy esas anécdotas no hacen más que confirmar que ella era la persona más importante de tu vida durante toda tu infancia. ¿O no?

Sentimientos encontrados

En la adolescencia, se derrumba el pedestal y la figura de mamá se estrola contra el piso. Ahora que somos grandes (¡ojo, tenemos 16 años!), queremos diferenciarnos, ser independientes y vivir nuestra propia aventura sin que "mami" nos ande persiguiendo por ahí. Nuestra época teen es un momento de contradicciones en el que conviven la rebeldía y la complicidad. Por un lado, mamá es nuestra mayor enemiga, esa que nos pone en penitencia cuando tenemos materias abajo, quien nos prohíbe usar minifalda y la culpable de que seamos siempre las primeras en irnos del boliche o las fiestas. ¿ Para qué quiere que le avisemos dónde estamos a cada rato? ¿Por qué no nos deja salir dos días seguidos? ¿¡Qué le cuestaaa!? ¿Por qué se mete TANTO en nuestra vida? La cuestionamos, la maltratamos, le cerramos la puerta de la habitación en la cara y no podemos entender cómo alguien puede ser tan cruel. Pero cuando estamos mal y sentimos que el mundo se viene abajo, sabemos que ella nos contiene. Estoica, firme y siempre lista para sanar el mal de amores cuando ese chico que nos gusta no nos da bola o para salir a la caza de ese jean perfecto que necesitamos con el alma y el corazón.

La adolescencia es una etapa en la que deseamos volar y nuestra mirada solo ve los horizontes que nos marcan nuestros amigos, que están en la misma que nosotras, queriendo explorar y probarse. Y ahí está ella otra vez, sosteniendo el hilo del barrilete para que podamos seguir volando sin rompernos ni caernos. Nosotras "tironeamos" todo el tiempo porque queremos más piolín, mientras que ella evalúa si puede dárnoslo o si hay peligros. Cuando no hay viento y perdemos fuerza en el vuelo, allí está ella para recoger el hilo que queda flojo y volver a sostenernos. Sí, la relación con nuestras mamás es un continuo "probarnos mutuamente" y las dos fallamos, pero también nos equilibramos la una a la otra en ese diálogo continuo con la vida que se llama, simplemente, crecer.

Compañera de emociones

"Algún día me vas a entender" , nos repetía ella una y otra vez. Recién a los veintitantos la frase cobra verdadero sentido y comprendemos cada reto, cada penitencia y cada enojo. Ya de adultas, cuando volamos del nido, valoramos la grandeza de esta mujer que nos aguantó y todavía nos soporta con paciencia incondicional . La que nos ayudó con la mudanza, la que nos manda un arsenal de comida todas las semanas para el freezer, la que nos reconforta con un abrazo cuando nos sentimos solas y desprotegidas (sí, ¡todavía necesitamos de sus mimos!).

Y el día en que nos convertimos en mamás, la historia da un vuelco de 180 grados. De un momento al otro nos encontramos con que somos nosotras las que tenemos que saciar las necesidades de un bebé que no para de demandar mientras la leche no nos baja y nos ataca el estrés porque ya nada es como antes y nuestra vida se transformó en un caos que solas no podemos remendar. Y, entre el amor inmenso que nos provoca nuestro hijo y el agotamiento de la bienvenida, nos acordamos de mamá y le agradecemos en silencio.

Los días posteriores al nacimiento, su figura es clave. Ahora que tenemos tanto en común para disfrutar y compartir, ella se transforma en confidente, consejera, en la mejor amiga que podemos tener (¿¡cómo llegamos a esto!?). Y sí, porque es quien nos salva las papas cuando no tenemos con quien dejar a los chicos, la dealer de las mejores recetas, la "abuela maravilla" que aparece cuando estamos a punto de explotar porque nos urge un poco de aire.

Y un día, como quien no quiere la cosa, nos miramos en el espejo y vemos tanto de ella en nosotras que nos asusta. Copiamos sus frases, nos volvimos maniáticas de la limpieza y del orden y repetimos las cosas que juramos jamás hacer cuando fuéramos madres.

Es en la adultez cuando nos volvemos más reflexivas y, mientras buceamos en nuestro pasado entre terapias y noches en vela, nos encontramos con que ella siempre estuvo ahí aguantando, comprendiendo, esperando. Hoy, que entendimos que en esto de ser mamá no existen manuales ni fórmulas, le perdonamos algún que otro error y se lo agradecemos. Forjamos una identidad propia, aprendimos a andar nuestro camino evocando su ejemplo, imitándola en lo bueno y descartando aquello que recordamos con poco cariño. Y la aplaudimos, fuerte y de pie, porque la maternidad es inmensa, maravillosa y revolucionaria. Pero nada, nada fácil.

¿Y si no nos llevamos bien?

El vínculo madre/hija es tan pasional que a veces se torna difícil de controlar. Aparecen tensiones, desacuerdos y tironeos que podemos sanear. ¿Cómo?

Comprendé que hay tantos modelos de mamás como personas en el mundo . Pensá en lo que sí es buena tu mamá y no tanto en las cosas en que falla. Si te empeñás en criticarla, te estás perdiendo lo positivo que hay en ella.

¿Te agota que se meta tanto en la crianza de tus hijos? Tené en cuenta que el chip de abuela no viene en la biología. Demostrale, con paciencia, que sus sentimientos de mamá tienen que transformarse en un amor de abuela. En vez de decirte cómo hay que hacer las cosas, su deber ahora es apoyarte de manera prudente.

Entendé que a tu mamá le gusta sentirse protagonista y que si está siempre ocupada cuando le pedís algo, debe ser porque en eso otro se siente importante y útil (y no tanto en tu familia).

Todavía tenés atragantado que tu mamá haya sido demasiado trabajadora e independiente pero que no haya estado tan presente en tu infancia. Llegó el momento de perdonarla: pensá que gracias a su ejemplo aprendiste lo gratificante que es ir a buscar a los chicos al jardín o ponerles paños fríos cuando están enfermos.

Fuente: Contexto

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