Sabrán disculpar una confesión sentimental: éramos muy jóvenes e imprudentes. Odiábamos la dictadura militar y escribíamos contra ella en una revista alternativa que nosotros mismos repartíamos en los pocos quioscos que la aceptaban. No hacía mucho tiempo que habíamos salido de la colimba y al estallar la guerra sentimos entonces, en partes iguales, miedo y repugnancia. Miedo a ser convocados a esas frías trincheras y repugnancia frente a los militares, que intentaban perpetuarse en el poder con semejante operación demagógica. A medida que avanzaban aquellos agitados días de 1982 nuestro punto de vista fue cambiando. El pueblo argentino, la clase trabajadora organizada, la dirigencia política que pugnaba por la democracia, el peronismo y el comunismo, los países latinoamericanos, la intelectualidad progresista nacional y extranjera, la revolución cubana, el Frente Sandinista, y por supuesto toda la "derecha" de entonces -una parte de ella aliada al Proceso-, estaban comprometidos con la causa. Los buenos, los malos y los peores. Todos juntos en una peligrosa epifanía. Para quienes merodeábamos la izquierda nacional comenzó a tomar fuerza la idea de que era una guerra anticolonial conducida por hombres siniestros. A veces, pensábamos, las revoluciones también las hacen los canallas.