En el discurso presidencial del miércoles hubo profusión de cifras, como es habitual. Dos resaltaron en la cima del conjunto: el porcentaje de aumento semestral a los jubilados y el consabido 54 por ciento de los votos. Son puntos firmes del Gobierno, difíciles de rebatir. La movilidad jubilatoria plasma una propuesta del oficialismo, implementada con su coeficiente sobre el que la oposición hizo predicciones apocalípticas, desmentidas en cada semestre ulterior. En ese caso, su aplicación lleva al bolsillo de los beneficiarios un incremento que superará al de la mayoría de los trabajadores activos y a la inflación medida con los índices más serios o más imaginativos.
Otro guarismo irrefutable es el que cuantifica la legitimidad de origen de Cristina Fernández de Kirchner desde 2011, que es también legitimidad de ejercicio porque el soberano la revalidó tras ocho largos años de gestiones K.
La suba a millones de jubilados trasluce que describir al 2012 como el año del ajuste es uno de los tantos simplismos de los ultra anti K. La dirigencia política opositora es una parte raída de ese colectivo: sigue ensimismada y grogui después del veredicto popular. La vanguardia mediática, en cambio, mantiene sin variantes la estrategia que tan magros resultados le dio desde 2008: estar de punta contra todo lo que diga o haga el oficialismo. Y lo que es peor, para sus propios intereses y para enriquecer el debate público. Se empecina en leer en blanco y negro una coyuntura multicolor, compleja y hasta contradictoria. Pero jamás binaria ni monótona.
Claro que hay cambios en la política económica. Habría que aclarar: siempre los hubo. El modelo kirchnerista (el cronista porfía en ponerle comillas para significar su relatividad y mutabilidad) se va adecuando a cambios de escenario, se reacomoda en función de lo que se perciben como errores, insuficiencias o cuellos de botella. En ocho años, que serán doce, el contexto doméstico y el internacional basculan permanentemente, mantener intocados los instrumentos sería una necedad. Se cambia, pues, de modo permanente. Puede (debe) debatirse si no son necesarias políticas de más largo plazo. Puede (debe) discutirse la pertinencia o el timing de las readecuaciones. Soslayar su recurrencia es una falla de percepción.